No incluimos la inflación por dos motivos.
En primer lugar, porque la evolución de la inflación a medio y largo plazo responde, en gran medida, al comportamiento de la actividad económica y del empleo, y para estas dimensiones, la brújula ya incorpora varios indicadores.
La inflación (crecimiento de los precios al consumo) es el resultado de la evolución de la actividad económica (demanda de hogares y empresas), del mercado laboral (creación de empleo y niveles de tasa de desempleo), y de los cambios en los precios de algunos bienes que se adquieren del exterior (ej. petróleo, gas, materias primas agrícolas, etc.).
Las dos primeras dimensiones (actividad económica y mercado laboral) explican el comportamiento más estable de la inflación en el tiempo, pero ya están capturadas en otros indicadores de la brújula. La tercera dimensión (el precio de los bienes importados y su efecto sobre los precios domésticos) es, sin embargo, más volátil, ya que puede estar sometida a fuertes fluctuaciones coyunturales debido a conflictos bélicos, catástrofes climáticas, o alteraciones bruscas en la demanda global de materias primas, entre otras eventualidades.
Hay un segundo motivo por el que no incluimos los precios en la brújula: la inflación no es intrínsecamente mala ni buena (como sí lo es, por ejemplo, la pobreza). En nuestra historia reciente, ha habido períodos de crecimiento económico y de mejoras en las condiciones laborales de la ciudadanía en los que las tasas de inflación eran relativamente altas. Y viceversa: ha habido períodos de caídas intensas de la inflación que no podrían considerarse positivas (en contraposición al aumento reciente) ya que eran el reflejo de una crisis económica (reducción de la actividad y aumento del desempleo). Dicho de otro modo: las subidas y bajadas en la inflación no pueden interpretarse como “buenas” o “malas” de forma constante a lo largo de 40 años de historia. Por eso no sirve como indicador para la brújula.